sábado, 22 de noviembre de 2014

BRUCE WILLIS, UN EJEMPLO A -NO- SEGUIR

El hombre es el lobo del hombre
Thomas Hobbes


La impunidad de nuestros perturbados héroes

Cómo no quieren que haya violencia en el mundo si los protagonistas que encarnan en las películas del cine de acción el papel del nuevo héroe,  los que interpretan al paladín de la justicia en las películas más taquilleras y pasatistas que puedan existir en la  era de la Coca y de la Cola, esos filmes que miran millones de personas en el mundo mientras mastican sus pochoclos obnubilados por la sangre y el estruendo de las balas, estos modernos adalides, decimos, son tan salvajes y destructivos como los mismos villanos que persiguen y combaten en las sagas.  Pues ellos también son seres en guerra, seres que funcionan en espejo bajo la vieja ley del Talión, seres que luchan contra la violencia ejerciendo el mismo tipo de violencia que ejercieron contra ellos. Bajo ningún punto de vista estos invictos del sétimo arte se encuentran preparados para poner la otra mejilla, en caso de ser arrebatados por una bofetada; ellos directamente le arrancarían la cara al agresor de un puñetazo -y un puñetazo sorpresivo y traicionero como el de Bruce Willis, que citamos aquí-, si tuvieran que optar en ese momento por seguir el precepto de Jesús o entregarse a su propio instinto tanático y destructor.    

Solo los aficionados al cine de acción pueden hacerse una fiesta viendo a John McClane, el popular héroe al que da vida Bruce Willis, parando autos desaforadamente como un enfermo mental, en medio de una autopista totalmente colapsada de tráfico, con la evidente intención de robar un automóvil para poder perseguir a los sujetos a los que él llama “los malos”. Ocurrió en una de sus últimos films. Y  lleva el inentendible título de La jungla: un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, de John Moore, 2013), que como siempre es más de lo mismo, como siempre ocurre con Willis, que ya no tiene otra cosa que ofrecer al público que la repetición en sí misma, -de sí mismo-, en su más pura esencia. Repite el modelo que lo llevó al estrellato. Aquí otra vez vuelve con la saga comercial  iniciada con Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988). Un modelo de películas y un estilo de actuación que utiliza hasta el hartazgo como una fórmula exitosa, que según se viene viendo hasta ahora, parece ser a prueba de balas.

En medio de esta peligrosa y enajenada maniobra de carácter personal, la de parar autos en medio de la autopista para alcanzar su propio objetivo, (maniobra que, como todos sabemos, siempre que la lleva a cabo un ciudadano estadounidense “o amerruikano” está justificada porque siempre es en pos de salvar el mundo y, por lo tanto, no se cuenta como delito o como un hecho criminal, y jamás parece violar ningún tipo de contravención, pues ni siquiera está mal visto), decíamos, McClane intenta como un loco parar los autos y los que pueden lo esquivan, pero finalmente hay una camioneta que no puede y lo enviste fuertemente, llevándoselo puesto y arrojándolo después a varios metros del impacto, para dejarlo tirado en medio de la  calle culo pa´ arriba. Porque como todos los héroes modernos no se queda ni con un rasguño en el codo, y se levanta al instante como si se hubiera simplemente tropezado con una baldosa suelta.

Y es aquí donde comienza la verdadera acción que vimos en el video, la acción del protagonista que nos interesa a nosotros. Cuando el conductor baja de la camioneta visiblemente ofuscado -y con razón- y se dirige a toda prisa hacia el tipo que atropelló sin querer, ´Bruce Willis (McClane) se levanta de la acera, se sacude el polvo de las ropas y, cuando está cara a cara con el conductor y éste lo increpa por la maniobra criminal que acaba de  realizar –conductor que, oh casualidad, habla ruso o ucraniano o vaya a saber qué idioma habla el tipo-, sin mediar palabra alguna y de una manera vil y traicionera (que nada tiene que ver con el clásico estilo del héroe de antes, que esperaba a que el otro pegue primero para poder accionar después en defensa propia), le propina un sorpresivo y espectacular zurdazo en la cara, que lo noquea instantáneamente. Entonces le dice, -le grita mejor dicho-, en un tono burlón y de una forma muy fanfarrona, camino ya a la camioneta que irá a robarle descara e impunemente, “¿Acaso pensaste que entendí algo de lo que dijiste?” Y se sube a la camioneta del ruso y se la lleva como si fuera de él, no sin antes despedirse sarcásticamente del tipo con un taquigráfico: “No pasó nada. Estoy bien. Gracias.”

Y aquí es donde comienza para el protagonista la alocada escena de persecución. Nuestro lunático McClane conduce por las congestionadas calles de Moscú como si estuviera endemoniado. El tema es que él está cruzando un puente y cuando ve que ese bólido con forma de tanque que quiere alcanzar se le escapa por la autopista, se desquicia por completo y, en una arrebato de intolerancia al embotellamiento, clava los frenos allí donde está, pone reversa en medio del puente, quedando con la trompa enfrentada al guarda rail, y al grito de “¡Salgan de mi camino!” salta del puente para caer sobre un acoplado y pasar por encima de los autos que estaban detenidos allí. Una mujer grita aterrada en medio de las abolladuras y explosiones de vidrio, pero nuestro inconmovible y chiflado héroe de acero solo atina a disculparse con un irónico “Sorry man”.

Y preguntamos, cómo no quieren que haya violencia, saqueos y crímenes en el mundo de hoy, tal vez como nunca se ha visto antes, si todo lo que vemos en las películas del nuevo cine de acción está basado la trasgresión de la ley, y principalmente en el odio, la agresión y la falta de respeto al semejante. Este tipo de conducta agresiva, soberbia y avasallante que vemos ahora en los héroes del celuloide, como el que citamos aquí, parece brindar en los espectadores de todas partes del globo una nueva y morbosa forma de goce escópico, basado en la contemplación de la violencia, llamada ingenuamente “entretenimiento”. Pero no se trata simplemente de regocijarse en la contemplación de la violencia o de hechos delictivos y criminales que realizan nuestros insanos héroes cinematográficos, lo que está en juego aquí es la imitación de este tipo de conductas.

Si estos héroes de películas que deberían servir para construir en el imaginario de los espectadores un modelo de personas y de conductas, medianamente civilizadas, terminan siendo un referente para-no-seguir, no podemos esperar que el grueso de la gente no termine aprehendiendo  lo que ellos se matan por mostrar: la supervivencia del más fuerte.  Por algo el filme se llama “La jungla”, donde reinan los más temerarios y los más… “valientes”.

Si los que deben dar el ejemplo pagan siempre golpe con golpe y se comportan como si fueran psicópatas en lugar de mostrarse como verdaderos campeones de la vida (porque antes de triunfar sobre el otro deberían vencerse a sí mismos), no podemos esperar que la gente que los mira no se identifique con este perturbado modo de pensar y de accionar, y termine copiándolos y queriendo ser como son ellos. Cuando vemos este tipo de escenas, por ejemplo, no nos queda claro quiénes son “los buenos” y quiénes son “los malos”. Hemos llegado a un momento en que los héroes de hoy llevan en el semblante un aire de villano, haciéndonos recordar el nombre de aquella vieja película italiana, “Feos, sucios y malvados”. Estos son los nuevos ídolos que fabrica Hollywood. Y gracias a estos mismos ídolos el hombre está conociendo al lobo que lleva dentro; pues el triunfo de esta parte más oscura del hombre es la que está llevando al mundo a la insensatez y la barbarie. Cada vez media menos la palabra entre las personas, y cada vez son más los problemas que se resuelven con las balas y los puños. Y esto es lo que nos vuelve primitivos, lo que nos emparenta con los animales, lo nos lleva de la civilización a la barbarie.

Pero esta película pasatista de Bruce Willis es apenas una pequeña muestra de todas las películas y sagas comerciales de Bruce Willis, y la punta del iceberg de las miles y miles de películas de acción que protagonizan semana tras semana los nuevos Bruce Willis del género. Héroes jóvenes y desconocidos, con el mismo semblante impertérrito, inexpresivo e inconmovible que tan bien han aprehendido de sus mayores, como Stallone, Schwarzenegger, Steven Seagal, Van Dame, Chuck Norris o el mismo Willis. Todos brabucones, todos apáticos y mecanizados, manejándose ante las leyes y las sagradas enmiendas con la impunidad de un delincuente. Todos corpulentos, diestros y multifacéticos. Todos igualmente infalibles e igualmente implacables e igualmente suertudos. Más parecidos a superhombres inmorales que a hombres valerosos. Dotados para combatir al mismo tiempo contra diez enemigos aguerridos y salir victoriosos a la cuenta de tres. Todos previsibles y aburridos. Todos copiándose a sí mismos y copiándose de todos todo el tiempo.

Porque es con este mismo vacío de humanidad en la personalidad estúpida y sanguinaria del protagonista que el Hollywood de hoy fabrica el retrato de los nuevos gigantes de la pantalla grande, haciéndolos ver como si fueran propiamente “los malos” de la película. La conducta de estos patéticos héroes de hoy, decimos, es imitada por millones de niños y adolescentes que buscan tener un referente y un modelo en la vida, un ejemplo a seguir, un ideal al que identificarse y se topan en la pantalla con películas como estas, donde decididamente la violencia y la impunidad del protagonista sale con fritas, porque este es el nuevo gusto del pópulos en los tiempos que corren. Sin contar los que van al cine a comer palomitas y beber coca cola, y sin contar, por supuesto,  “las de terror”, donde el espectador anonadado condimenta su hot dog con la sangre que salpica de los cuerpos desmembrados.

Todo esto lleva a La jungla: un buen día para morir a convertirse en una franquicia donde el espectador se agota de ver una larguísima, absurda y mareante persecución por las calles de Moscú, donde los autos vuelan por los aires al más mínimo contacto, donde no hay más que ver a un desgastado y desabrido Bruce Willis encarnando, por trigésima vez, el anodino papel de paladín de la justicia, -que casi siempre suele estar al borde de ser una justicia por mano propia-. Donde un repetido McClane bromea consigo mismo y con su hijo (que es un reflejo mejorado de él mismo, interpretado por un actor sin química ni felling), cada vez que encuentra un respiro para relajarse y deleitarse con sus típicos sarcasmos, diseminando por todo el film remates, supuestamente graciosos, (la mayor de las veces sobre las vacaciones y la paternidad hasta el agotamiento), que, como suele ocurrir en estos casos, en este tipo de sagas, solo ellos -los “amerruikanos”-, pueden comprender.  

La jungla: un buen día para morir (¿la saga?), no sería mala idea. El metraje está fabricado con un pésimo guión, con escenas oscuras, falta de intriga, con un final muy soso y una irritante cámara que no para de moverse (seguramente por un camarógrafo con Parkinson).  Entre bostezo y bostezo vemos a un héroe de sesenta años, de media sonrisa, al que le falta sangre en la camiseta para ser más creíble o estar al borde de la muerte (como ha estado en las películas anteriores).

Una perlita: la ambulancia llega al final de la película, como pasa siempre. Pero esta vez solo para que McClane suba voluntariamente, fresco como una lechuga. Será más bien para hacerse un chequeo rutina, ¿no les parece?

HUGO CUCCARESE

No hay comentarios:

Publicar un comentario