He aquí el breve análisis de una escena
de un capítulo de la telenovela más exitosa de la historia de la televisión
argentina, Rolando Rivas, taxista. Creada
en la década del ´70 por Alberto Migré, uno de los libretistas más grandes y
reconocidos de Argentina.
A él, -a Alberto Migré-, van estas
humildes líneas. A modo de homenaje.
“Alguien como usted da rabia,
da envidia, da miedo, Rivas. Miedo de que todo lo que es no sirva para poner a
salvo esa cosa tan difícil, caprichosa; tan problemática
y asediada, que muy pocos logran enteramente, y que es la felicidad.”
Juan Marcelo, (el personaje de Rolando
Rivas, Taxista)
LA ESCENA
Rolando Rivas (Claudio García Satur) es el taxista, el protagonista de la novela. Mónica Helguera Paz (Soledad Silveyra) es la preciosa, refinada y cautivante señorita de 17 años, novia de “Rolo”. Y Juan Marcelo (Arnaldo André) es la contrafigura de Rolando, el hombre que se convierte en el tutor de Mónica -tras la muerte de su padre-, el apoderado directo de todos sus bienes y responsable absoluto de todo cuanto le ocurra en su futuro.
(La escena analizada aquí se encuentra más o menos por la mitad de este video.
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La escena comienza en el dormitorio de Juan
Marcelo, cuando éste termina de tomar su
café y enciende un cigarrillo.
-¿Algo más, señor? –le pregunta el
mayordomo.
-No; nada más, Gonzalo. Hasta mañana.
-Buenas noches, Señor –contesta. Da unos
pasos, abre la puerta y le dice: Y gracias.
-¿Gracias? –repite con el cigarrillo
entre los labios.
-Por querer tan bien a mi niña Mónica.
Juan Marcelo lo mira pensativo. Luego se
para frente al espejo, y se queda unos instantes contemplando el arañazo que Mónica
le hizo en la mejilla. Cuando pasa sus dedos por el pequeño rasguño, una voz de
fondo comienza a entonar melódicamente su nombre, como si fuera el último
estribillo de una canción especialmente dedicada: “Mónica... Mónica... Así...
A… si...”.
En ese momento golpean la puerta. Él se
da vuelta y dice: Sí, Gonzalo. ¿Qué? Entre.
La puerta se abre. Pero es ella: No soy
Gonzalo –murmura.
Él lanza una bocanada de humo y dice: Sí,
te estoy viendo. ¿Qué pasa?
-¿Puedo pasar?
-No es muy discreto que digamos –contesta,
tratando de mantener distancia-. ¿Qué necesitas?
-Algo que ni te imaginas –responde
misteriosa-.
Es allí cuando comienza la escena,
propiamente dicha. Cuando ella entra a su habitación (muy a su pesar) y le dice
que siente remordimiento por lo que pasó.
-Pase y deje la puerta abierta –dice él en
tono imperativo-. A ver. Cuéntele, cuéntele al tío sinvergüenza. …
-¿Me perdonas? –Musita, ella, como una
alondra.
-Sí.
-¿Pero en serio me perdonas?
-Pero sí, claro que sí.
-Yo… yo te traté muy mal y te…
-Oh, no, déjate de pavadas.
-No, qué pavadas. Dejáme ver.
-No, es un rasguño, nada más. No tiene
importancia.
-¿Qué rasguño? Rasguño de gata peluda eso
es lo que es. ¡Dale, dejáme ver! Pero dejáme ver, Juan Marcelo. Entonces lo
mira con sus ojitos negros y atrevidos, y exclama: Uy,.. perdóname… ¿No te lo
curaste?
Mónica, como la niña de bien que es, caprichosa
y malcriada, insiste en curarlo de la herida poniéndole alcohol, colonia, agua
oxigenada… lo que sea, con tal de remediar el daño que han causado sus afiladas
uñas de gata, pero Juan Marcelo, en cambio, no quiere que se le acerque, ni siquiera
quiere que lo toque. Juan Marcelo la ama. Y al comprender que no es
correspondido, hace hasta lo imposible por alejarse de ella. Pero es inútil. La
adolescente y terca muchacha insistirá hasta salirse con la suya.
-Pero no insistas –repite él-, está bien
así.
-No, no me digas que está bien. No me lo
digas para conformarme. Te juro, Juan Marcelo, ese rasguño que vos tenés acá -y
se señala la cara-, yo lo siento acá adentro –y se señala el pecho-, en el
alma. Pero él se mofa de ella, diciéndole: Andá. Andá a la cama; alma arañada.
No discutamos más. Vaya.
Ella camina con renuencia hacia la
puerta, pero antes de abandonar la habitación, se da vuelta y le dice: ¿Sabes
qué pasa? Que este poquito de felicidad que estoy viviendo ahora te lo debo a
vos y… mirá como te pago. … Yo no voy a
poder dormir hasta que vos me digas que realmente me perdonas. Juan Marcelo… yo…
te quiero mucho, ¿sabes? Mucho te quiero. ¡Muchísimo!
Él, por un breve instante, permanece
imperturbable. Absorto, conteniendo la respiración ante aquella inesperada
revelación. Como tratando de digerir ahora las palabras que su corazón jamás han
querido escuchar. Y solo atina a balbucear: Gracias.
Y agrega, ella, ya para calar más hondo
en la herida que ha ocasionado aquella confesión-: En serio, mirá. Ni siquiera papá, en todos los años me pudo dar la
felicidad que vos en tan poquito tiempo me diste. …
-Anda a dormir –le ruega-. Andá.
-No, no. Yo no me voy a dormir si no me
dejas hacer una cosa.
-Decime. ¿Qué?
-No, no; sin decirte nada. Vos cerrá los
ojos.
-Ok. Ok. Siempre tengo que darte la
razón… –murmura, ya dándose por vencido-. ¿A ver?” Entonces cierra los ojos y
se cruza de brazos.
Y en un breve instante, ella inclina su
pequeño cuerpo hacia adelante, en puntas
de pie (porque él es más alto), y justo cuando él se presta a recibir en la
boca el beso tan esperado, y cuando el mismo espectador intuye su llegada -pues
la toma de tres cuartos perfil pareciera
así anticiparlo-, ella se le acerca muy
lentamente y, ¡plaf!, le da un beso en la mejilla. ¡Ya está! –Exclama con una
sonrisa abierta y triunfante-. Era nada más que eso. ¡Chau! Y sale corriendo del
cuarto dejándolo boquiabierto, anonadado, con su pobre alma enamorada
suspendida en el penumbroso vacío de la habitación.
Ese es el fin y el remate de la escena. Pero
el epilogo no se hace esperar. Enseguida lleva su mano a la mejilla y, con la
punta de los dedos acaricia suavemente el beso que le dejó sobre el rasguño,
mientras la melódica voz aparece
nuevamente, para sonar de fondo y recordarle el nombre de su amor, que ya se ha
ido: “Mónica... Mónica... Así... A… si...”.
Ahora su rostro pensativo ha quedado en primer
plano, y la voz cantada desaparecerá para dar paso a su propia voz. Levanta la
vista débilmente, y dirigiéndola hacia la misma pantalla, casi como si
estuviera mirando fijo a los ojos del
espectador, musita tristemente,
casi con un dejo de ironía: Ni siquiera
se dio cuenta… que así me hizo más daño.
EL ANÁLISIS
La escena comienza cuando ella entra al
cuarto de su joven y apuesto tutor. A partir
de allí, todo irá fluyendo metonímicamente y desplazándose hacia el mismo punto
ciego donde quedó suspendida la escena anterior, hasta formar un especie de
rulo, de bucle, de vuelta de tuerca donde los personajes tendrán la oportunidad
de encontrarse con la metáfora, ahí,
cuando estén cara a cara con el significante “rasguño. La misma letra que Mónica dejó detenida en la
escena anterior, cuando peleaba bajo la lluvia con Juan Marcelo. Fue allí donde
tuvo una crisis nerviosa al recibir la
noticia de que Rolando había tenido un accidente con su taxi.
Mónica llega hasta Juan Marcelo movida enteramente
por un arranque narcisista, con la sola intención de resarcir la culpa, la
culpa de haberle causado el deseo. Porque ella lo ha lastimado a él, pero al
hacerlo, -como el yo es un otro-, también se ha lastimado a sí misma. Ella
pretende quitarse de encima esa angustia insoportable que le produce haberse presentado ante él, sin amarlo, como
objeto de deseo. Y ella piensa, muy ingenuamente, al mejor estilo histérico,
que un beso suyo podría liberarla de esa pequeña y agobiante cruz que cuelga
ahora de su aniñada alma de femme fatal.
Pues, como empezamos a entrever aquí, hay otro mensaje que se desliza en su
pedido de disculpa. No es solo el ataque de nervios la causante del rasguño, es
lo que ella quiere decirle a Juan Marcelo pero no se atreve, no puede, -¡no
quiere lastimarlo!- aunque irónicamente ya lo ha hecho, y en el transcurso de la
historia no escatimará esfuerzos para hacérselo saber. Como en este caso.
Como decíamos, ella cree que podrá
quitarse la angustia de encima entregándole un beso, como si fuera éste un beso
redentor, un beso que logrará expiar mágicamente la culpa de saberse deseada,
deseada por un hombre al que no ama. Pero este beso, decimos, de inocente apariencia,
es en cierta forma un beso mortal. Y al espectador atento le llega como le
llegó a Jesús el beso de Judas: el beso que llega para traicionar.
Sin embargo, no es éste como el caso del
discípulo del Evangelio, el beso que anuncia la traición que ha de cometerse;
este es el beso que se da para compensar la traición que ya se cometió. Pues donde
él espera reciprocidad encuentra indiferencia. A su manera, él también ha
puesto la otra mejilla; y el mismo roce de los labios fue de algún modo una
cachetada. Otra forma de lastimar, y de
decir. Por eso al final pasa sus dedos sobre la herida; en el lugar donde fue a
depositarse hipócritamente el beso sanador. Solo el espectador atento puede
comprender la traición que el enamorado todavía no alcanza a vislumbrar en los
labios de su musa.
Juan Marcelo sabe que su amor no es
correspondido. Sabe perfectamente que sus sentimientos hacia ella triangulan
con los de otro hombre que ya es dueño de su corazón. Y tal vez sea esa la causa por la que ahora se encuentre
enamorado de la novia de “Rolo”, su imbatible rival. El hombre al que admira y al que teme.
Al que envidia, y al que de alguna forma, también ama. Por algo le dice la “tía
Laura” en la escena anterior, antes de que Gonzalo entre a su cuarto: “¿La
querés? … Sí; yo sé que la querés. Estás adorando ese rasguño que ella te hizo;
en vez de curarlo”. Y él le contesta: “Presumo que ha de arder. Eso es todo”. –“Si
la querés… –le dice ella-, ¿Por qué no luchas por ella?”
-“Te pido que te vayas a dormir” –le
suplica él.
“¿Pero no te das cuenta que todavía
estás a tiempo de hacerlo, y de ganar? ¡De ganarle a Rolando Rivas!”
Durante el transcurso de la escena
romántica se va evocando el recuerdo de una situación anterior, el episodio donde
ella, en un ataque de nervios, le ha dado una bofetada al hombre encargado de
cuidarla y protegerla. De allí que el clima amoroso se encuentre imbuido por
aura de mística restitución, pues algo hay del mito cristiano, del hombre traicionado con vileza, que parece
estar flotando allí, entre las voces y los cuerpos de estos personajes.
Es como si ambos estuvieran atrapados en
el vano de un grito silencioso y no quisieran azotarse con el látigo de sus
palabras. Para él es la palabra amorosa la que no puede pronunciar; para ella,
es el desamor lo que no puede proferir. Él le dice que la ama, y ella le dice
que lo quiere. En ese punto está el agujero, el abismo, el fatal desencuentro.
Ellos mismos saben que el amor y el querer son caminos que nunca llegan a
cruzarse, o que a lo sumo son como las paralelas, que solo se cruzan en el
infinito. Porque sus palabras están amordazadas, y ninguno de los dos quiere oír lo que el otro se
muere por decir. Pero de todas formas, los dos se encuentran cara a cara en
esta escena amorosa, gritándose silenciosamente su verdad. Una verdad que los
corazones pulsan por decir, pero ninguno
de los dos se haya dispuesto a escuchar. Por eso cuando ella le dice que cierre
los ojos, que le dará una sorpresa, y él –al igual que el espectador- cree que
ha de llegar al fin un beso a su boca, y el beso llega, pero solo hasta la
mejilla, es esto sentido por él como una doble traición, porque al final lo dice,
y con todas las letras: Este beso me ha lastimado más que el rasguño.
El rasguño en la mejilla es la marca del
rechazo, y por lo tanto, la marca que denota la ausencia del amor. He aquí la
angustia que va desangrando por dentro al hombre cuyo amor es rechazado con silenciosa
furia. Es el frío beso de Judas el que ahora ha reabierto en Juan Marcelo su
herida narcisista. Pues digámoslo de este modo: ése no es el beso que cura las
heridas; ése es el beso que mata suavemente.
Mónica va a la habitación de Juan
Marcelo, decimos, dispuesta a librarse
de la culpa. Impulsada por un afán -casi religioso-, con la expresa intención
de expiar una falta que ha tomado en ella forma de pecado. En realidad, es el
mismo Rolando quien le pide en la escena anterior que hable con él y le pida
disculpas. Pero aun así, es ella la que pretende arrancarse la espina con un
beso redentor; ese aguijón venenoso que lleva clavado en lo más hondo de
su amor propio.
Hay un beso que él espera. Pero no va a
la boca, solo toca su mejilla, allí justo donde las garras de la gata dejaron encriptado
el mensaje, con palabras que ella no se animará a pronunciar frente a él. Pero
parece que la condición para que Mónica pueda quitarse el rasguño de su alma es dejándolo
estampado en el alma del hombre que la
ama, que no es otro que el dolor que puede ocasionar las tan temidas palabras:
“No te amo, Juan Marcelo”. En cambio, él sí; lo dijo en una escena anterior,
cuando le estaba hablando y ella se fue corriendo de la mesa al recibir noticias
de Rolando: “Lo quiere tanto como yo a ella”.
Tal vez las uñas encalladas en la piel
de su mejilla hayan sido un intento por lograr este cometido. Por transmitirle
este saber. Un saber que él ya sabía, y que de todas formas se esfuerza en no querer saberlo.
El televidente comprende fácilmente lo que el autor le está mostrando allí,
pero el enamorado no, porque está ciego, ciego de amor, y él mismo se niega a
escuchar lo que los labios de Mónica vinieron a decirle, a susurrarle, muy
cerca del oído: “No es amor lo que siento por vos; es cariño”.
Como hemos visto, ella fue a dejarle un
beso con la intensión de curarlo del rasguño, pero le dejó en cambio –y
sabiendo que lo hacía, porque esa fue su única intención- una herida más
profunda en su interior. Ahora el joven
descorazonado, desahuciado al no ser su
amor correspondido, tiene el alma más desgarrada que la piel de la cara. Su sensibilidad cortada en pedazos, se nota,
ahora más que nunca, a flor de piel.
La chica no es tonta, y el beso no es
banal. Es absolutamente sincero, y fiel a sí mismo. El beso fue dado con toda
la intención de gritar el cariño que su alma sentía por su enamorado amigo. Ella
no es ingenua,-como él cree al final-;
tampoco maliciosa. Es motivada por un impulso inconsciente que sí sabe lo que
hace. Es como si ella, con ese suave roce de los labios, le estuviera gritando en
la cara con orgullo, con insolencia, y por
qué no con un dejo de crueldad, pero sin tomar plena consciencia de ello: ¡No
ves que no te amo! Y al final él lo comprende. Lo comprende perfectamente bien
cuando ella corre raudamente con su alma liberada, -purificada del pecado de no
amarlo-, y se marcha de su cuarto dejándolo sólo y abatido, con un beso tibio
en la mejilla y una mueca desencantada
en el desencajado hueco de la cara, ahora afantasmada por la espantosa ausencia
del amor.
Por eso decimos que el beso sobre el
rasguño es un beso desgarrador. Porque
es un beso que lleva por destino lavar las heridas que ha dejado, en el alma
del enamorado, las garras de esta culposa y gatuna muchacha, hundidas en lo más
hondo del desamor.
HUGO CUCCARESE
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