[1] Inspirado en el título de una obra de Nietzsche:
“Humano, demasiado humano” (Menschliches,
Allzumenschliches)
“La angustia es la disposición fundamental que nos coloca ante la nada”.
“No somos nosotros quienes hablamos a través del lenguaje, sino el lenguaje
el que habla a través de nosotros”.
“De mis esquemas mentales depende la forma cómo concibo el poder que soy, y
el modo cómo ejerzo el poder que tengo”.
Martín Heidegger
E
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l primero de mayo de 1933, Heidegger se
unió al partido oficialmente, ganándose la gratitud de aquellos que deseaban
que Hitler tuviera éxito. Hacia el final del mes de abril, después de que el rector de la universidad
de Friburgo renunciara a su cargo como protesta a estas medidas, Heidegger presenta su candidatura y sorprende
a todos al ser elegido por casi la unanimidad de los votos del cuerpo de mandatarios
de la universidad. Una semana después, invita al Dr. Jean Le Benard para que
asista al discurso inaugural como rector, pronunciado en el hall principal de la universidad, a sala
colmada, y decorado especialmente para la ocasión con banderas con la cruz
esvástica.
Por aquel entonces la
amistad y la admiración que profesaba el joven y destacado filólogo francés por
el ya eminente filósofo alemán, no tenían límites. Él creía que la idolatría
que Heidegger sentía por Hitler y sus secuaces tenía verdaderamente un sustento
filosófico, y era porque la ideología del nazismo estaba en armonía con los
fundamentos de su propia filosofía. Todos sus textos y conferencias desde los
años veinte, incluida la carta que le había enviado en la que utilizaba el término
“judificación”, y el repugnante libro de Goering con la amable dedicatoria –y
que él mismo no supo o no quiso ver en ese momento como un prejuicio racial-
estaban destinados a profesar o alentar de alguna manera la idea de una
comunidad nacional, similar a la que ya existía en el centro del pensamiento
nazi. Y Le Benard estaba convencido de que esa comunidad nacional que uniría a
todos los alemanes serviría también para unir a todos los franceses en su país y
a todos los pueblos de Europa, cuando el ser del Nuevo Hombre despertara de su
eterno letargo[1].
Pero cuando Le Benard
comprendió finalmente que este “sueño de despertar” en el que estaba
profundamente sumido, -como en un sueño-, era justamente eso, “un sueño”, un
imposible hecho realidad, ese mismo reconocimiento fue lo que lo hizo despertar
a él -de su propio letargo-. Fue como una revelación freudiana: de pronto se le
cayó la venda de los ojos y pudo Ver. Ver lo que realmente le esperaba a Europa
si el hombre no despertaba de su propio sueño de querer despertar. Esto fue lo
que Le Benard vio en Hitler cuando lo conoció en persona, y pudo vislumbrar el
destino del mundo, el macabro final al que llegaría la humanidad si al ser del
hombre no se le abrían los ojos de la verdad y seguía inmerso, aplastado,
abatido por el discurso hipnotizante de un Hitler dominante, dominado, a su vez, por su propia demencia.
Para
entonces, Heidegger jugaba un papel fundamental en la consolidación de Hitler,
al ayudar a legitimar el régimen sobre la base de su inmenso prestigio, a nivel
mundial como filósofo. Y Le Benard, ya un poco distante de aquella ideología,
se preguntaba: ¿cómo había podido cometer semejante error un hombre como él, un
hombre cuya hondura espiritual y pensamiento había logrado trascender las
fronteras de lo pensado y lo pensable? Entonces comprendió: “Se volvió loco”.
El nazismo
también era conocido por su antisemitismo, y éste era el punto nodal en que Le
Benard marcaba territorio, distanciándose de su amigo Heidegger cuando éste, en
lugar de discrepar con este aspecto más terrible del régimen, compartía el
antisemitismo irracional de Hitler que, en aquel tiempo, transfería
culturalmente al pueblo alemán. Algunos
piensan que Heidegger no necesitaba de Hitler para ser antisemita, y por una
sola razón: él también formaba parte de su cultura y de su idiosincrasia.
Después de
que subiera al poder, Hitler convenció a Heidegger de que lo que él buscaba no
era la destrucción física de los judíos, sino únicamente la eliminación de sus
roles en la sociedad. Heidegger, por
conveniencia, compró esta mentira. Y Le Benard, en relación al antisemitismo de
su amigo alemán, se preguntaba, ¿por qué?, si él tenía muchos amigos judíos,
amigos que incluían a Edmund Husserl y Hannah Arendt. Si bien Le Benard se
negaba a creer que el filósofo tuviera algún tipo de animadversión a la cultura
judía, ya sospechaba, por su forma de hablar y por sus conversaciones
personales, un dejo de desprecio por todo lo relacionado con el pueblo judío.
Juliette
Archiméde, historiadora y biógrafa de Le Benard, cita en su obra El Misterio del Dr. Jean Le Benard, un
fragmento de la carta que le escribió Heidegger, en 1929, donde ya revelaba parte de
su pensamiento antisemita al decirle:
“Querido amigo Jean. Alemania, hoy día, está
en una encrucijada. Un camino lleva a la “judificación” de la cultura alemana;
o se puede continuar por el otro camino que conduce a la restauración de la
gran Alemania[2]”.
Muchos
biógrafos como Juliette Archiméde no culpan a Le Benard por creer que Hitler
era la salvación de Alemania –como pareció ser al principio-, ya que en aquella
época muchas personas razonables (y cuando Archiméde dice “razonables” se
refiere a los intelectuales de la talla del doctor) pensaban que Hitler lo era.
Y pensaban eso porque creían que todo el asunto de los judíos era solamente una
fachada, una cortina de humo para desprestigiar la imagen del partido. No
obstante, a diferencia de lo que ocurrió con su amigo Heidegger, -quien después
de que el mundo supiera la existencia de Auschwitz y de lo que Hitler estaba
dirigiendo, pretendió que nunca había tenido proximidad con eso-, Le Benard sí
supo ser crítico consigo mismo, y con el régimen totalitario que había impuesto
en Alemania el líder del nacionalsocialismo.
Cuál fue
la razón por la que Heidegger llegó a involucrarse de forma tan apasionada con
la causa nazi, es algo que nunca se sabrá. Sin embargo, una pista de ello
podemos encontrarla en una carta dirigida a un viejo colega suyo, Jérome Caudrelier,
donde Le Benard se pregunta, refiriéndose a su amigo el filósofo:
“¿Qué otras cuestiones además de su ambición
personal pudo empujarlo a actuar como lo hizo?”
Le Benard
creía que el secreto de esta controversia estaba no sólo en la simpleza de la
cultura rural, de la que tanto él como Hitler provenían, sino especialmente en
la identificación al poder que detentaba Hitler en aquel entonces, condensado
en el rasgo maestro del bigotito, que Heidegger le había copiado y asimilado
como propio, en su propio rostro.
Le Benard
pensaba que en el bigotito del fiuhrer se hallaba encriptada la clave de su
enorme poder. Y decía que para Hitler representaba el liderazgo y el dominio
sobre las masas, y para Heidegger, el pensamiento y el conocimiento del alma
humana. La sola presencia de este paradigmático rasgo facial ya producía un
efecto anonadante sobre los individuos de la masa, y sobre el espíritu de un pueblo
derrotado, que buscó a cualquier precio la reconstrucción de su propio
narcisismo.
En el
devenir heideggeriano, Dios es el lenguaje. Por lo tanto, el filósofo habla de
dios y dios habla por boca del filósofo. Uno se alza como el modelo de los
cielos en la tierra, y el otro desciende como la imagen de la tierra en el
cielo. Ambos conforman simbólicamente la mística unión entre el vehículo carnal
y la chispa divina, contenida en él. Ese
era pues el poder que concentraba realmente
el bigotito de Hitler para Le Benard: “El sueño de todos los alemanes”.
Cuando conoce a Hitler en
persona, dice:
“Ahora comprendo: el Ser Alemán habita en la mata del pequeño y cuadrado
bigote de Hitler[3]”.
No era casual que al hombre
que le estaba enseñando a Francia a Leer se le abrieran los ojos a este
descubrimiento sobre la grandeza y el magnetismo de aquel singular bello facial.
Le Benard sabía que detrás de este inocente rasgo coqueto se hallaba oculta y
condensada la esencia de su macabro pensamiento. Especialmente cuando Hitler
lanzaba sus encendidos discursos en el podio y hacía cimbrar el espíritu de los
oyentes, identificados hasta la médula con ese enloquecido bigote que saltaba
vibrátil sobre su labio superior. Cuando un alemán alzaba su brazo en falange y
sus ojos exaltados hacia la dorada figura del fiuhrer veía el sueño de una
Europa, unida y pacificada, encumbrado en esa pequeña y omnipotente mata de
bello.
Cuando Le Benard pudo
descifrar el sentido latente y perverso que encerraba para el pueblo alemán el
bigote de Hitler, pensó que algunos aspectos de sus textos y doctrinas,
especialmente aquellas postulaciones sobre el “arte de leer” desarrolladas en
su famosa Lektología, habían realmente adquirido vida.
Heidegger vio condensados
sus propios sueños de humanidad divinizada en la figura del líder del social
nacionalismo, a quién veía como viva la materialización del “super-hombre”
nietzscheano. Pero Le Benard fue más allá de esta visión filosófica, y
comprendió que el secreto que encerraba el fiuhrer en su persona, el que le
otorgaba un poder casi absoluto sobre las masas, se hallaba encerrado en el
semblante de su ralo bigote.
Cuando Hitler decide apropiarse
de la esvástica que los antiguos hindúes habían representado sobre el corazón
de Buda, lo hace con malvada y delirante intención, para invertir su sentido
original y apoderarse del corazón de los hombres[4]. Él quería tener a
Alemania encerrada en un puño. Y la tuvo. Y quiso hacer del hombre alemán el
más puro y sabio de todos los hombres de la tierra. La raza aria fue un sueño de
locura y de sangre largamente postergado. Por eso, para los alemanes que buscaban
la realización de este siniestro ideal, para el engrandecimiento de su propio
narcisismo, Hitler era visto en sus alucinados sueños de libertad casi como la
encarnación de Buda, el implacable dios guerrero que bajó de los cielos al inmundo
mundo de los mortales, para encumbrarse
como divino, y salvar al pueblo germano de sus largos y acuciantes años de
humillación, aplastamiento y decadencia. Cuando Hitler se convierte en
canciller de Alemania se erige intempestivamente sobre esa plataforma de poder
como “El dueño de los sueños de Europa”.
Le Benard conocía muy bien a su amigo, y sabía que infinidad de veces, en
su forma de hablar y de decir, no expresamente, pero de alguna manera, Heidegger
siempre comparaba a Hitler con Jesús. Estaba en su discurso, en su pensamiento
filosófico verlo como un “Salvador”. Él no hablaba de eso, pero eso hablaba
siempre a través de él. Estaba convencido que en el saludo del fiuhrer (con la
elevación del brazo en falange) podía verse su deseo de “levantar” al pueblo
alemán de la decadencia de ese aplanamiento en el que se encontraba. Todos sabían
que “Heil” en alemán significa “saludo”, pero pocos, que estaba relacionado con
ideas muy positivas como la “salvación”, la “felicidad” y la “dicha”. Para el
filósofo alemán, el otro Salvador poseía igual poder de sanación que su
carismático líder político. Con solo decir “levántate y anda”… ¡Curaba! Del
mismo modo cuando su amado fiuhrer se paraba ante el pueblo enfermo y oprimido,
y saludaba ¡Heil-Hitler!, era porque venía a “sanarlo”, a darle ¡Salud![5]
Hitler encarnaba en su propio brazo acodado, en la pose de saludo militar,
el brazo doblado de la esvástica, y su extensión en falange, la expansión de
esa fe ciega que el pueblo depositaba en él, como el ídolo humano. Le Benard
dijo alguna vez que Heidegger, muy dentro de él, soñaba con el día en que Alemania se pusiera de pie, ante él, y
lo saludara con el brazo en alto “¡Heil-degger!”
Pero Heidegger siempre se
negó a ver el aspecto nefasto que había en el corazón del nazismo. Le Benard
sabía que ese corazón pulsaba en el cuerpo de una macabra ideología, al son del
paso militar, como si fuera el corazón de un Buda invertido. Heidegger estaba convencido de que el “super-hombre”
nietzscheano abrazaba la misma bandera espiritual que la del hombre Iluminado. Y
al igual que Hitler, había confundido –o fusionado- la esvástica de la
Iluminación con la de la Alucinación.
Cuando Le Benard despoja al monstruo de
sus encantadores atuendos, y descubre las bases de esta híbrida y aberrante
construcción filosófica sobre la que su amigo había ayudado a edificar la
ideología del nazismo, se desilusiona del filósofo y de toda su producción
intelectual en la que antes había depositado su alma, su pensamiento y su fe.
Entonces se aleja de Heidegger y de todo lo que tenga que ver con su diabólica
manera de pensar el ser de un hombre nuevo. De Hitler no habló nunca más. Lo
único que hizo fue escribir un libro paradigmático, marcado por los visos de un
estilo ya “típicamente lebenardiano”. Un libro en el que, parodiando el título
de una obra de Nietzsche, exponía su pensamiento y sus ideas sobre un hombre
que, bajo el despertamiento de su nueva y reveladora mirada, parecía ser:
“Demasiado inhumano para ser humano”.
Extrañamente, el hombre que decía que no se
hablaba, que el habla hablaba a través del que habla, jamás hablo en contra de
Hitler y de sus crímenes, y jamás se disculpó por lo que había hecho durante
los años treinta. De pronto el filósofo de la palabra se quedó sin habla, y sin
aliento. ¿Y qué decir? Si es evidente que el asesinato de seis millones de
judíos no encaja en la estructura de su Dasein,
como tampoco encaja en la cabeza de nadie que esté en su sano juicio. El
mundo filosófico y académico le reclama que hable, que diga algo humano sobre
la inhumanidad del genocidio, del holocausto, de la Shoah. Pero Heidegger no
habla. No responde. Sin
embargo, el hombre cuya máxima era “Un saber que no pregunta es un saber
estancado, anquilosado en la impresión”, debe responder. Aunque, por otro lado, no
respondiendo, no hablando, mantiene intacta la coherencia de sus postulaciones,
como un acting perpetuo: Es la nada misma la que habla a través de él cuando no
habla.
Incluso
hasta su antigua amante, Hannah Arendt,
la creadora de “la banalidad del mal” habló de su silencio; y habló
también de cuando hablaba del nazismo y hacía cosas despreciables en contra de
sus colegas. Al final de la guerra, Hannah le escribió una carta furibunda a
Karl Jaspers donde llamaba a Heidegger un criminal en potencia, por cómo había
tratado a Edmund Husserl durante los años treinta.
De todos
modos, la falta de palabras en un pensador como Heidegger, en un hombre que
construye mundos con la fuerza y la solidez de las palabras es lo que produce
más ira y exasperación. Sin embargo, este desconcertante y arrogante mutismo es
el que permite también la posibilidad de abrir una dolorosa revaloración
crítica sobre el lugar que ha tenido en la historia de la filosofía. Y al mismo
tiempo, preguntarse si su mezquindad y falta de sentimiento humano puede
coexistir en el mismo espacio utilizado para la reflexión filosófica sobre el
acontecer espiritual del ser-humano.
Por alguna
incomprensible razón, Heidegger enclaustró su ser en las tinieblas del mutismo,
y desde allí vociferó esa nada -colmada de presencia- como si fuera un grito
desgarrador y silencioso. Es la ausencia de palabras lo que le hace a Heidegger
perder la senda y perderse en la senda[6]. Tal
vez el único camino que encontró para no tropezar con el recuerdo de lo que
hizo, y aparecer ante los ojos del mundo tal cual es. Porque silenciar es también un modo de ocultar, de esconder y
de encubrir. Y es a la vez, lo que lo
hace des-aparecer en el bosque de los olvidos. Lo que le asegura un camino
directo hacia la nada y hacia la imposibilidad real de llegar alguna vez algún
lugar, algún recuerdo, alguna verdad que ilumine la razón de su ser nazi.
(Un
fragmento extractado de Ensayo para una
biografía del Dr. Jean-François Le Benard)
HUGO CUCCARESE
[1] Esta expresión es la base y el sustrato filosófico sobre
el que Le Benard terminará edificando, unos años después, los pilares de un
nuevo libro, esta vez, uno de una envergadura monumental al que llamaría,
justamente por este mismo hecho, “La historia universal del sonambulismo”.
[2] Archiméde, Juliette, Le
mystère del Dr. Jean–Le–Benard.
(Edición del autor, París, 1970), Cap. VIII, p. 47.
[4] El partido nazi adoptó formalmente la esvástica (Hakenkreuz en alemán), una cruz de cuatro brazos doblados en ángulo recto, la forma más antigua del signo de la cruz, como su símbolo en 1920.
Es un símbolo sagrado para el hinduismo, el budismo, el jainismo y el
odinismo. Su símbolo fue impreso en el corazón de Buddha, y
por eso se le ha denominado “Sello del Corazón”.
[5] La palabra “esvástica” proviene del sánscrito Svástica, que significa “buena
fortuna” o “bienestar”, ya que Svasti era
en la India lo que entre los cristianos es la ceremonia de la Salutación.
[6] Alusión al famoso libro de Heidegger Sendas Perdidas (Holzwege, que literalmente significa “Caminos del Bosque”).
[7] Alusión al famoso libro de Heidegger Sendas Perdidas (Holzwege, que literalmente significa “Caminos del Bosque”).