¿Abrazando los
recuerdos o recordando los abrazos?
Lo que sorprende de este video tan conmovedor, tan lleno de poseía y tan bellamente realizado es el modo en que la chica aborda el momento en que se encuentra, cara a cara, con la falta y con la pérdida. Un modo inusual y sorprendente. Una forma, tal vez, -diferente-, de luchar por amor.
El amor
no sólo son
palabras que se dicen al azar,
por un momento y
sin pensar.
Son esas otras
cosas que se sienten sin hablar,
al sonreír, al
abrazar,...
Julio Iglesias
Los
suspiros son aire, y van al aire
Las
lágrimas son agua, y van al mar
Dime,
mujer: cuando el amor se olvida
¿sabes
tú adónde va?
G.
Adolfo Bécquer
I
LA NARRACIÓN
L
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a mañana se abre
tenuemente entre los brazos de una joven y bonita muchacha oriental, que
despierta en su cama notando con tristeza la ausencia de su amor. Es “El fin”,
rezan los dos caracteres chinos a un lado de la pantalla.
S
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e levanta el telón, y el
novio le extiende con displicencia los papeles de divorcio sobre una mesa desierta.
Cuando ella ve la hoja silenciosa y ese hueco blanco y espantoso esperando de
su puño la letra de un adiós, una angustia incontenible se revela en su rostro
acongojado, en sus ojos lagrimosos, y en su voz entrecortada cuando junta
fuerzas y le dice: “Muy bien, voy a firmar. Pero tengo una última condición.
¿Me puedes abrazar una vez al día, por el resto del mes?”. Él, con cierta
incomodidad, desvía la mirada y con un dejo de fastidio, murmura descarnado: “¡Ah!”.
Luego recoge sus cosas con total frialdad, se levanta de la mesa como si nada
hubiera pasado, y se marcha de la habitación dejándola así inmóvil y abatida,
con la mirada hundida en la misma nada, en esa negra desolación que ha dejado él tras
sus pasos, tras su ausencia. Solo dos
segundos dura la lúgubre escena. La
esmirriada figura a la chica quedará allí, cabizbaja y en penumbra, aletargada
en el tiempo, con el cuerpo desgastado y marchito como una rama hueca, con el torso duro y seco inclinado sobre la
silla, y el alma abrumada por ese amor que ya nunca estará.
A
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l día siguiente
comienza la propuesta. Ocurre en la terraza de un lujoso edificio, al amparo de
colosos y mudos rascacielos, mientras ella espera y contempla el anillo de
matrimonio. “Faye” –susurra él, sin saber bien qué hace allí-. Ella oye su voz
y se da vuelta. Ella sí sabe porque se encuentra allí. Se encuentra allí porque
recuerda. Por eso ella le dice: “Fue en este mismo lugar donde me propusiste
casamiento”. Él otra vez se vuelve a incomodar, y se aparta del lugar desviando
la mirada hacia las nubes pasajeras. Hasta
le recuerda ese gesto romántico que tuvo cuando se inclinó a sus pies y le entregó la alianza. Pero es inútil, las palabras de la
joven rebotan contra el impertérrito semblante de su enamorado, cada vez más rígido e inanimado. Los reclamos de la joven parecen agobiarlo, y se encoge de hombros, y con un
lánguido bufido asiente con renuencia. Cuando le recuerda que quería pasar el
resto de su vida con ella, él mira alrededor como descolocado, como buscando dónde
desaparecer. Entonces ella se acerca y le musita, casi con un tono de súplica:
“Por favor, abrázame”. Él se queda asombrado, mirándola unos instantes con incredulidad.
Luego inclina la cabeza y la toma entre sus brazos, incómodamente. Tarda en
abrazarla. Lo hace lentamente. Pero al final, sus brazos y sus manos adquieren una
fragilidad desbocada, impensable, y acaricia su pelo con exquisita suavidad. Pero de
pronto ella se aparta bruscamente y se aleja como si nada. Él la observa aturdido,
pero impertérrito, desde su fría y altiva torre de indiferencia mientras su
frágil alma de enamorada se dobla bajo su propio aliento como una hoja de bambú. Ella se humilla ante la insensible mole de concreto; pero no se quiebra. Lo duda
unos instantes, y se marcha sin decir adiós.
L
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uego viene “El voto”.
Una escena maravillosa. Una de las más exquisitas y ricas en significación.
Creo que es la que mayor fuerza dramática le da a la historia de la
pareja. Es esa en la que sus cuerpos se
abrazan cálida y tiernamente en la explanada del muelle. Es ella la que con
su demanda de amor lo ha llevado a él hasta allí, hasta la orilla del río,
cuando corría la tarde y su aliento agitado le hace decir: “Hola. Lo siento”. Ella
le dice, y casi en un tono de reproche: “Aquí fue donde me dijiste que me
amabas por primera vez…”. Él se queda confundido, desolado, buscando las
palabras que no halla en su interior y que jamás llegan a su boca; y envuelto
en resignación, desvía la mirada y toca los candados con inscripciones
amorosas, atados a una gruesa reja de metal, a ese indestructible tejido de
votos y juramentos que se halla en primer plano sobre el eterno río, -tal vez
lo único eterno allí-. Busca y toma uno entre sus dedos. El que lleva tres
bellos ideogramas con la promesa de amor eterno grabada en
él. En ese momento se ve la cara de la chica, como adormecida, como entrecerrando
los ojos y conteniendo en los labios un imperceptible rictus de satisfacción. Es
muy breve; pasa desapercibido. Pero el mensaje es claro: su rostro está
ensoberbecido. Es como si al cerrar los ojos hubiera exclamado para sus
adentros, ¡voilá!, ¡se ha conmovido!
Entonces él, como si escuchara aquellas plegarias inconscientes, gira la cabeza
y queda en primer plano -totalmente consternado-, mirándola como si hubiera
descubierto (o recordado) algo trascendente. De pronto la cámara se aparta, y
en un encuadre diferente se ve cómo los cuerpos se acercan y se abrazan. Detrás
de ellos se encuentra la baranda metálica, cubierta de candados venecianos, y
de fondo se halla el río. Ese río omnisciente y misterioso que desnuda con su paso
la verdad del corazón, la voz que flota entre los cuerpos, atorada en la
garganta de los enamorados. Es como fuera la vida misma la que estuviera fluyendo
en ese momento, detrás de aquellas almas desoladas, abrazadas a la nada, a un
presente que se niega a querer irse. La escena es conmovedora: la fotografía es
blanco y negro para recordar al espectador lo que ya no se encuentra allí; la
suave cadencia de la melodía, la deliciosa y susurrante voz de la cantante
sobre el murmullo de las olas, el abrazo cálido, y los candados encordados
flotando sobre la corriente del agua, es la imagen perfecta de lo que el río se llevó.
M
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ientras él sostiene en
el abrazo sus promesas incumplidas, y con su amorosa mano cubre la retinta y lacia
cabellera, ella se adormece entre sus brazos tiernamente. Y otra vez aparecen los
candados delante de sus ojos, aferrados al mágico entramado, a esa red simbólica
sobre la que alguna vez saltaron por amor. Es como si aquellas cerraduras representaran
los nudos de su amor y fueran sus propios corazones, aferrados en la nada, los
que hubieran quedado allí, en primer plano, atrapados y olvidados en el tiempo,
engarzados a una lábil promesa de amor, de amor eterno, pero que al final fue
fugaz. Es como si fueran las viejas palabras de amor, o sus propias almas encantadas -o encandadas- las que ahora estuviera
llevándose la corriente, cuando el telón negro cierra la escena y aparece en la
oscuridad “El primer beso”, escrito con dos ideogramas.
L
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a escena siguiente es determinante,
y transcurre en la calle, durante la noche. Aquí parece haber un avance
respecto de lo que la chica demanda, pues aparece -por fin- soltando sus
lágrimas contenidas, mientras escucha detrás de ella un resoplar y una voz
culposa que ahora exclama, con cierto temor: “Disculpa, me retrasé”. Ahora es
él el que se muestra interesado, (el que puede recordar), ya que lo primero que
dice es: “Vinimos a este lugar en una cita, ¿no es así?” Ella cambia de
expresión y sonríe sorprendida: “¿Realmente te acuerdas? –le pregunta
emocionada-. Este es el lugar donde nos besamos por primera vez”. Entonces, en
medio del silencio, algo ocurre en sus miradas. De pronto todo desaparece a su
alrededor, y sólo quedan sus ojos extasiados, brillando de felicidad. Hay algo
de revelación que se transparenta en esta escena. Pues se miran a los ojos como
si estuvieran descubriéndose a sí mismos, o desnudando algún secreto, alguna
verdad, alguna letra impronunciable. Y
otra vez se acercan y se abrazan. Él la rodea fuertemente con sus brazos, como
si estuviera abrazándose o reencontrándose a sí mismo y, con infinita ternura,
vuelve a deslizar su mano sobre su pelo mientras olisquea el perfume de lo que
ha reencontrado ahí. La escena se cierra sobre la noche, y la noche rodea los
cuerpos reconciliados de los tiernos amantes, nada menos que en el descanso
penumbroso de una empinada escalera, como situando allí el lugar donde las
almas enamoradas comenzarán a ascender.
D
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e repente la oscuridad
da paso a la mañana. Ahora la escena final transcurre en una terminal, con
vista a la bahía. Ahora él es el que
mira el reloj con ansiedad, y ella la que se retrasa. La gente pasa a su
alrededor, y es él el que la espera. Y la espera tal vez porque ahora sabe lo
que espera -en esa dulce espera- sin saber lo que le espera. De pronto aparece
entre la gente, alegre y animada. Y él, totalmente fascinado, con la cara
iluminada, sonriendo como un Buda enamorado, la recibe entre sus brazos como el
día recibe al nuevo sol. Pero ella interpone su mano y lo aparta de inmediato,
con inquietante expresión. -Impensable-. Por primera vez rechaza el abrazo, y
él se queda congelado, abstraído, con la mirada suspendida en ningún lugar. De
pronto, resuelta y decidida, saca los papeles de divorcio, y con una sonrisa
brillante, le dice: “Ya firmé”, y se marcha. Se marcha, dejándole sus ojos oblicuos
y sonrientes, clavados en su desencanto. Él mira los papeles y se queda
anonadado. Ella se pierde entre la gente mientras lentamente se obnubila la
pantalla y aparecen dos letras chinas
que recuerdan “El comienzo”.
E
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ntonces se ve el
momento del tropiezo. El instante en que sus cuerpos trastabillan al chocar.
Cuando ella se agacha y le ayuda a recoger las carpetas que llevaba entre sus
manos, sus miradas se cruzan silenciosamente por primera vez. Él la mira
sutilmente. Y con un dejo de vergüenza inclina la cabeza. Pero ella es risueña
y espontánea, y no vacila; le regala una sonrisa grande y generosa, y se marcha
sin hablar. Pero al dar unos pasos entre la gente, voltea y lo mira nuevamente.
Lo mira y le sonríe. Él se queda pensativo. Absorto. Entonces hay algo que,
como una revelación freudiana, parece comprender súbitamente: ¡Es la sonrisa!
¡Sí! ¡La sonrisa! Esa sonrisa que llegó para iluminar su corazón el día que la
conoció es la misma sonrisa que ahora se está yendo de su vida para siempre. La
escena que se muestra en flashback, en este momento, no es para nada casual,
revela lo fundamental: así comenzó el amor para esta joven pareja, recogiendo
papeles del suelo; y así –irónicamente- terminaría; firmando los papeles de
divorcio. Todo cierra y todo fluye aquí con absoluta naturalidad, pues es el
río el que está escribiendo el amor en la historia de estos personajes. Y es
allí cuando despierta; y como de un sueño eterno. Cuando murmura su nombre al
son de un tren que se está yendo del andén. Por eso corre tras de ella. Por
supuesto, con los papeles del divorcio firmados en la mano. Corre tras el dulce
amor que se le escapa como agua entre los dedos. Corre porque sabe que la noche
ha dado paso al nuevo día, y lo que el río una tarde se llevó, lo ha devuelto nuevamente la mañana. Es el deseo lo
que aparece en su desgarrado tono de voz, cuando le grita con el alma, aferrado
a sus papeles: “¿Puedo abrazarte mañana nuevamente?”. Entonces ella se detiene,
se da vuelta entre la gente, y lo mira brevemente. Pero su rostro es
indescifrable. Es allí cuando el negro telón de la pantalla cae sobre los ojos
del espectador, donde cuatro letras chinas nos revelan el mensaje: “No dejes
escapar el amor”.
C
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uando la oscuridad se
va de la pantalla y la imagen de la chica reaparece ante nosotros, radiante y
expresiva, es la ceguera la que ha caído de los ojos, la venda que ha dado paso
al despertar, al porvenir de un nuevo amor. La silueta recortada de su delicado
y gracioso perfil, ahora luminosa y pletórica de vida, mirando y sonriendo
hacia un horizonte imaginario, permanece unos instantes nada más ante nuestra
propia mirada (que es la mirada de él). Luego se da vuelta, y se aleja lentamente.
Su atezada y abundante cabellera fluye ante nosotros con una cadencia que
transcurre, como ese río sabio, manso y silencioso, que sus pasos evocan al
andar. Al despedirse. Al reencontrarse.
II
LA INTERPRETACIÓN
E
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l camino que construyen estos jóvenes
enamorados hacia una posible reconciliación se basa en rememorar aquellos
momentos y lugares donde se declararon su amor. En el cruce de esos dos
vectores (tiempo y espacio) es donde el sujeto puede anclarse en el discurso cuando
pone en acto la palabra que lo traza y que lo nombra. Es en ese famoso “aquí y
ahora” del que se habla en el budismo zen y que se presenta aquí, revitalizado,
en boca de esta joven pareja de orientales, donde algo del orden de la verdad queda dicho en el transcurso de esta
historia.
Para el psicoanálisis la verdad tiene estructura de ficción, y se encuentra lejos de oponerse a la mentira. “Verdad” viene del griego alétheia, cuya traducción literal es a–léthe, “no olvido”. Un concepto que Heidegger traduce justamente como “des-ocultamiento”.
Si la chica apela al “recuerdo” como estrategia de reconciliación es porque sabe que la única manera de reencontrase con el otro es tratando de rememorar la verdad que se encuentra “olvidada” en aquello que no se habla, es decir, la verdad que está “oculta” en las palabras que no se dicen.
“La china sabe griego”, podríamos decir de alguna manera, pues ella sabe que “verdad” significa “no olvidar”, por eso le hace recordar a su pareja cada uno de los momentos en que puso en acto su deseo, con la intención de ir des-ocultando la verdad de lo que siente por ella. Así se va des-cubriendo o des-corriendo a lo largo de la historia el velo que cubría el amor “oculto” en cada una de las palabras en que él sostenía sus promesas de amor.
Dicho esto, cualquier
mujer occidental leería la actitud de esta muchacha china, abatida por la muda y
despreciativa insensibilidad de su novio, como una especie de sumisión, de sometimiento,
y por lo tanto, como una forma de mendigarle amor. Sin embargo, para ella no es
así. En absoluto. No es así porque no es eso lo que se está poniendo en juego
cuando ella le propone “el abrazo” (con el
recuerdo de la verdad dicha a medias incluido) como condición para “cortar”, supuestamente, el
vínculo que los une. Lo que ella hace allí
es algo inaudito para el pensamiento femenino, para la forma que tiene la mujer de ver al hombre en
la cultura Occidental; para la forma de vivir su “ser mujer”, y esa lucha de
poder que se le juega con el amo, en el discurso del amo, ese lugar en el que históricamente
ha ido a parar al ubicarse, para el otro, en posición de objeto de deseo.
En este caso, es una
joven de origen oriental, estructurada en una lengua que no se flexiona, cuyos caracteres
designan acciones y no sustantivos; con una cultura de cuatro mil años de tradición
filosófica y una escritura ideográfica más cercana a lo real, totalmente diferente
a la nuestra, la que puede soportar estar en un lugar así, estoicamente
valiente, sin sentir que está en-menos o en falta frente al otro, es decir,
cosificada. (No olvidemos que, a diferencia
del idioma chino, estructurado más como un tejido ideogramático, donde lo que
se dice siempre está puesto en acto, el principio de la gramática occidental es
“yo”, cuya posibilidad de significación es infinita, una lengua figurativa
donde todo quiere decir otra cosa).
La chica no ve ni
siente su propuesta como una humillación, ni como una forma de arrastrarse o
denigrarse o algo similar, como sí podríamos verlo y sentirlo nosotros con ojos
de occidentales, y eso es lo que más impacta al ver este video. Los orientales,
con sus ojos rasgados y su milenaria sabiduría, pueden ver el mundo de una
manera muy diferente a como podemos verlo nosotros, con la mirada del sujeto
cartesiano y la espacialidad euclidiana anclada en el formalismo aristotélico. Recordemos
que la posición de la mujer en el mundo también es una construcción cultural. Las
histéricas de la época de Freud no son las mismas que las que hay hoy en día.
Lo que hace aquí esta
joven y lánguida enamorada es simplemente invitarlo
a recordar. A recordar cada uno de los momentos y de los lugares en los que
él dio “su palabra de amor”. Pero no en
el sentido común y corriente de hacer promesas con el hueco farfullar, con esas
palabras vacías que se lleva el viento cuando hablamos por hablar, sino por el
contrario, ella lo hace como una invocación al sujeto del inconsciente, a ése
que puso en juego su deseo al dejar escrito su amor en el candado. Y el candado no es otra cosa que el lugar
donde la letra queda escrita y encerrada, engarzada en el discurso amoroso,
representado aquí por el tejido o “encordado” de metal. (Lacan jugaba con encords en en-corps, “encordado en cuerpo”, el cuerpo es como un encordado, un
entramado, de allí su corpsistencia). Porque, como decíamos, en el recuerdo se
juega algo de la verdad para el sujeto que logra decirla -como debe decirse para
que aparezca revelada y luminosa ante nosotros-; a medias.
El candado es el semblante. La metáfora perfecta de los corazones abrazados a la plenitud de la nada. Sin embargo, la escritura que aparece esculpida en él es de fantasía, no tiene ningún sentido, no existe más que en el discurso de los enamorados, como una expresión de amor. En realidad, esos tres signos ideográficos no representan el nombre de la persona amada, tampoco es una fecha de compromiso, como se hace cuando se graba sobre una alianza. De hecho, las tres letras chinas del candado no significan nada, (es solo el nombre de la fábrica donde los hacen, y se pronuncia fei o fui), lo que demuestra que solo están allí para ser leídas de otro modo.
Los tres misteriosos
caracteres que desbordan la pantalla y la imaginación del espectador, discurriendo
sobre río con su primerísimo plano son
parte del discurso amoroso, y revela el lugar donde ellos, cada uno como
sujeto, ha logrado escribir algo del orden del amor. Por eso se encuentra allí,
encadenado a la urdimbre de ese mágico telar, cuyo entramado recuerda el cuerpo
del lenguaje, donde las palabras que se dicen –como dice la canción, al sonreír, al abrazar…- el viento no se
las lleva.
Recordemos pues que el
candado que él toma entre sus dedos ni siquiera es el que tiene forma de
corazón, lo que demuestra que eso no tiene nada que ver con la imagen o con un símbolo
de amor; lo que se está mostrando allí es otra cosa. El que los tres caracteres estén
vacíos de sentido y no tengan nada que
ver con nombres, fechas o mensajes,
quiere decir que esas letras están allí, escritas en ese lugar (que es
siempre el lugar del otro) solo para poner en juego un agujero, una falta. Pues
es eso mismo de lo que se trata y por lo cual la chica lo ha llevado allí, para
confrontarlo con esa misma falta, con esa falta en ser que él mismo se niega a reconocer.
Por eso, inmediatamente después de contemplar en el candado aquellas “tres letras
de amor”, voltea y la mira anonadado, totalmente ensimismado, con ojos de quien
ha despertado ante una súbita Revelación.
Cuando al final la
chica se separa bruscamente de él y “rompe” el abrazo, (casi como una forma
velada de romper ese candado) para entregarle la firma que él mismo le demandó,
funda con este gesto el lugar del corte, allí donde su enamorado tendrá oportunidad
de re-aparecer y de re-presentarse como sujeto.
Por eso cuando ella
logra su cometido y firma el divorcio, escribe la letra que abrirá el candado
mágico y los liberará de un compromiso que ya no se quiere sostener. Pero es
allí justamente cuando ha tenido efecto la práctica de este tratamiento (casi “terapéutico”,
podríamos decir) de “abrazar-recordar”, a partir de ese momento, emerge en él las
ganas de volver a abrazarla y estar con ella. Especialmente cuando despierta y
comprende que son los abrazos (la
unión de los cuerpos, los que hacen de dos Uno, formula platónica del amor) los
que ahora le harán verdaderamente falta en
su vida. De allí que al final manifieste el deseo de tener con ella “un abrazo
más”. Por eso, la pregunta que permanece suspendida en el final de esta
historia es muy significativa para el destino de estos jóvenes enamorados, no
solo es por la continuidad de la pareja, sino por el deseo que los habita y por
la construcción de un proyecto en común. Se plantea como una fórmula simbólica de
tres letras (Recuerdo-Abrazo-Amor), y traducida al lenguaje cotidiano sonaría
más o menos así:
¿Abrazaremos
el amor o recordaremos los abrazos?
Les presento:
mi ex maestro de idioma chino
HUGO CUCCARESE